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martes, 28 de abril de 2015

El caballito y el gallo

Me contaron que aún seguís ahí los dos, en lo alto de vuestro privilegiado  mirador. Fieles al que alguna vez tuvo la feliz idea y capricho de aportar con vuestra presencia un toque de originalidad. Impertérritos ante el paso del tiempo, testigos mudos del transcurrir de la vida.

No puedo ni imaginar la cantidad de acontecimientos que desde vuestra acertada posición en el tejado, habéis observado.  Camino de la iglesia, de  idas y venidas,  de tantas y tantas gentes.

Con la cotidianidad de los días, habéis visto a  los obreros que subían a la plaza para coger el autobús a la mina, a los tractores madrugadores dispuestos con sus aperos para el campo, a albañiles acudiendo temprano a sus trabajos de construcción, a las amas de casa subiendo y bajando con sus bolsos de la compra. Observando atentos los pasos  serenos de los ancianos,  a los animados y esperanzados jóvenes,  a los niños al colegio... Esos niños a los que alguna vez habéis sorprendido desde lo alto y que tal vez os hayan incluido en sus sueños o quizás también en sus juegos.

Habéis presenciado el alborozo de las distintas festividades. De la banda de música con sus festivas notas, de la solemnidad de las procesiones de Semana Santa, del acogimiento de la subida de la Virgen todos los días seis de septiembre, de la emotiva del día ocho en honor  a nuestra Patrona.

De celebraciones y más celebraciones. Bodas, bautizos, comuniones. De todas las misas diarias y de los domingos. ¡Habéis sido partícipes del entusiasmo y fervor de tantísimas personas!

También, como no,  de tristes acontecimientos. Testigos presenciales del sufrimiento de familiares en las despedidas de sus seres queridos. Seres a los que seguramente vosotros también añoráis, puesto que más de una vez cruzasteis vuestras miradas.

Y así,  viendo pasar el tiempo,  aún me dicen que continuáis vigilantes y atentos,  aunque ya deteriorados por los años. Siempre guardianes y cuidadosos de los sueños de los que pasan por vuestro lado. Sin ser vistos por algunos, pero siempre bajo vuestra presencia.

Os prometo que la próxima vez os saludaré de nuevo, atenderé  vuestra existencia y seguramente me dejaré llevar por los senderos de la nostalgia,  donde la imaginación juegue con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad...

Nota: Encargué que me enviarán una foto actual para ilustrar el escrito. Hoy me comunican que el caballito cayó en la última tormenta... El gallo único superviviente, lucha por mantenerse dignamente en pie ante el pavor decrépito de los años y de su presagiado destino.




El chozo

Los primeros rayos de sol rasgaban el lienzo infinito allí donde la tierra y las nubes aún confundían sus tonalidades. Presagiaban un día de verano que a mi se me antojaba lleno de nuevas cosas por descubrir. Hoy mi padre me había prometido que me dejaría guiar la trilla.

Ya la luz jugaba con las sombras cuando llegamos al inconfundible chozo. La forma redondeada y su perfecta cubierta ovalada, diferente a todas las demás construcciones del pueblo, lo hacían inconfundible en mi infantil e ingenua mirada.

Mi padre abrió la pequeña puerta y una agradable oscuridad húmeda salió sin aviso a recibirnos. La sequedad del olor a la paja junto con el relente de la mañana inundó mi alborozado corazón. El nerviosismo por empezar cuanto antes no me dejaba estar quieto ni un segundo.

La paciencia y laboriosidad de mi padre tranquilizaba mi energía desbordante. Lo primero era extender la parva para que se fuera oreando del rocío de la noche. Después ya subido por fin en la trilla, las primeras vueltas fueron una toma de contacto, donde mi padre me corregía y enseñaba.

Yo giraba y giraba y me dejaba llevar por la monotonía de las mulas que pacientemente tiraban de mi imaginación.

Cuando el sol estaba ya en lo alto y el sudor me resbalaba juguetón por la frente y la nuca, paramos para almorzar.

Allí estaba el chozo al que acudíamos para protegernos del juicioso sol castigador de pleno mes de julio. La diferencia de temperatura ya se percibía aún estando fuera, cerquita de la entrada. Sentía el frescor sobre mis piernas desnudas. Un frescor que poco a poco se iba instalando en cada rinconcito de mi piel, serenando mi cansancio  y recargando de nuevo mi entusiasmo.

Me gustaba sentarme en los bordes que servían de base a las paredes y que mi padre había acondicionado a modo de cómodos asientos. Allí mientras devoraba con gran placer y apetito el almuerzo que mi madre nos había preparado observaba ensimismado la construcción que apaciblemente nos acogía. El pozo, de donde habíamos sacado el agua el día anterior para preparar la era con el cantón, se situaba justo en el centro. Alrededor multitud de aperos: trillas, horquillos de palo, viergas, raidores, palas de madera, escobas, espuertas de esparto, sacos y costales,  ataderos y pitas, se distribuían de forma que mi padre sabía exactamente donde se encontraba cada uno. No le faltaba de nada. Lo que más me sorprendía y admiraba era cuando miraba hacia la bóveda del techo, no entendía como se podía sujetar sin ninguna columna o muro en que apoyarse. Mi padre me contó como su padre, mi abuelo, lo había ido construyendo poco a poco con lanchas de piedra y barro. Me embelesaba con las pequeñas rendijas que perfectamente alineadas frente a la puerta trazaban pequeños rayos de luz donde unas moscas pegajosas revoleteaban dibujando piruetas imposibles. Yo imaginaba que estupendamente podría vivir en un lugar como aquel y mi fantasía empezaba a jugar con aventuras fabulosas donde yo por supuesto era el protagonista de todas.

Noté una apacible mano sobre mi hombro, abrí los ojos y comprendí que tras el almuerzo, el madrugón y el cansancio me había quedado dormido. Mi padre me mandó con un pretexto que llevara un recado a mi madre que se encontraba en nuestra casa.

Supongo que él comprendió que por hoy ya había tenido bastante.


Luego vendrían otros veranos, otros días de julio, otros instantes en los que tal vez yo también acudiría al chozo con mi hijo, probablemente para explicarle el porqué de esa original construcción, los agradables ratos que allí viví con su abuelo. Los recuerdos que como regueros escudriñan el pasado.

Y posiblemente después mi hijo sueñe con aventuras imposibles de tiempos pasados. Donde la trilla sea un veloz artilugio que te traslade a lugares desconocidos, donde la era se transforme en un planeta inhóspito por descubrir,  donde el chozo se convierta en un fantástico castillo encantado lleno de misterios. Donde la imaginación juegue con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad...