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miércoles, 27 de mayo de 2015

El puente del río. "A lavar el mosto"

Acude a los cauces de la memoria la fresca y sonora melodía del agua juguetona, que tras los ojos del puente, centelleaba en mil y un destellos dibujados por los débiles rayos tempranos del alba.

Aún el olor a las bodegas perduraba en el aire en aquellos primeros días de otoño, cuando un remolque repleto de utensilios pegajosos y pringosos, se disponía a la orilla del río, lo más cerca del agua que las ruedas delanteras del tractor, al que iba enganchado, lo permitían. 

Bajé con un ágil salto por la parte trasera. Las botas de goma que mi madre me había puesto aquella mañana y que solo recordaba haber utilizado un par de veces los días de lluvia, me proporcionaban un paso firme, aunque un poco forzado, sobre el barrizal que las rodadas del tractor habían marcado mezcladas con el agua. 

Los hombres afanosos, y un tanto alborotados, disponían espuertas, seras y serillos en el suelo, que las mujeres laboriosas y alegres, sumergían en el agua para que se fueran humedeciendo.

La lona que había servido para recoger la uva, tiesa y deforme, era depositada con gran esfuerzo por los hombres en el suelo, cerca de la orilla. Con cubos de agua se rociaba para después frotarla con cepillos de raíces y escobas de atar, hasta dejarla lo más limpia posible. 

Ensimismada yo observaba, ante tanto trajín, como el agua disolvía la melosa mezcla que las huellas de la vendimia habían dejado ante tanto utensilio. Me introducía en el caudal del río hasta donde la altura de mis botas permitían que no me entrara agua, siempre ante la atenta mirada y las advertencias de mi madre. Aún así, casi siempre el descuido, la curiosidad y la expectación hacía que un fugaz reguero se introdujera fortuitamente entre el pantalón y la bota, y un hilo de frescor transmitiera a mis pies la certeza de que el agua había penetrado dentro.

Los guijarros de la orilla hacían que los andares por el río resultaran un tanto estrambóticos. Cada dos por tres te hacían resbalar y más de uno dió con su trasero en el agua ante las risas y chascarrillos de los demás. 

El movimiento constante del agua en dirección a su destino, producía cierto mareillo, que lejos de resultar incomodo, al contrario producía cierta placidez. 

El puente, majestuoso y firme, era el escenario perfecto de esta estampa que cada año se repetía en el río. Sus siete ojos avizores eran testigos de lo que acontecía, serenos, reflejados fielmente en el espejo cristalino, se convertían en un momento en un confuso lienzo de figuras fragmentadas en cientos de colores y formas, por el traquetear del gentío en sus aguas.

Las cóncavas formas de los arcos sorprendía con su eco juguetón y difundían,  una y otra vez, el griterío, las risas y la alegría de niños y mayores. 

Quiero pensar que ese eco de acontecimientos pasados, ese murmullo del transcurrir constante del agua en el río, ese entusiasmo de las gentes que un día lo disfrutaron, permanezcan siempre  en el recuerdo,  donde la imaginación juegue con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.



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