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martes, 30 de junio de 2015

El pilar

Por la tarde, recién llegado de la escuela, aún escuchaba a su madre tras la puerta advirtiéndole, como siempre, de que tuviera cuidado y que no se alejara demasiado.
Pero él, deseoso de juegos y aventuras, se precipitaba, bocadillo en mano, corriendo cuesta abajo camino de "El pilar".

El Pilar en la actualidad. Foto de Jose Escobar Encinas
Había quedado con sus amigos en las eras de "La granja". Sin duda alguna, aquel lugar también resultaba atrayente para jugar. Aunque no se podía entrar se observaba  tras la alambrada una construcción interesante para adentrarse en una aventura. Se situaba entre los cerros que bordeaban las eras, a distintas alturas,  y eso le daba un aire misterioso y especial. En un lateral de la casa había un carro de madera destartalado al que se subían para observar que había al otro lado de la tapia y también para coger "almendrucos" de las ramas que sobresalían. Pero lo más emocionante era cuando alguno gritaba "¡qué viene el dueño!, y todos salían corriendo como alma que lleva el diablo.

Un poco más abajo, a mano izquierda, según bajaban al pilar, había una pequeña cueva, a la que por supuesto, había que entrar para investigar que era lo que se podía encontrar allí. Una vez comprobado que era una pequeña oquedad del terreno sin mas, la aventura se dirigía hacia el lugar preferido por todos.

Lo primero que encontraban era un reguero donde manaba el agua. Allí muchos calmaban el sofoco de las "correndías" llevándose el fresco agua de un sabor salobre a la boca. Por supuesto el agua no era potable, ¡pero servía para aliviar la sed!.
El ligero reguero llegaba hasta una pequeña pila de piedra, y de ahí por un chorro caía a una especie de pilón construido a ras del suelo. Estaba bordeado por unos adoquines de piedra, que era la atracción de los más osados que se aventuraban a caminar por el resbaladizo borde, dando  la circunstancia de que más de uno fue a caer al agua. Gracias a que la profundidad no era mucha y solían salir tan rápido que apenas les llegaba a la rodilla. Eso sí, además de tener que estar el resto de la tarde mojados, el cieno también hacia de las suyas en las zapatillas y los calcetines, y de cómo limpiarlo para que después no se enteraran las madres.

Pero el reto más importante de la tarde consistía en coger renacuajos. Rápidos y escurridizos nadaban en las verdinas aguas. Resbalaban entre los dedos y huían despavoridos, escondiéndose  entre las suaves y enmarañadas algas.
Algunos, provistos de bolsas o botes,  lograban capturar unos cuantos. Contentos, pretendían llevarlos a escondidas a casa para verlos convertirse en ranas. Circunstancia que nunca se daba, ya que ninguno lograba mantenerlos vivos tanto tiempo.

Siguiendo el camino se encontraban otros lugares igual o más interesantes. Había una casa cercada por una vaya de piedra, con una noria y una charca de agua, rodeada por almendros, granados y membrillos. Andando un trecho más  largo en una ladera blanquecina se descubría "El yesar" y subiendo un poco más arriba el imponente "Cerro cabeza gorda".

Sin duda las vacaciones de verano se presentaban interesantes con tantos lugares por descubrir,  en los que correr intrépidas aventuras y andanzas.

Aventuras tan lejanas en el tiempo y tan cercanas a los sentidos como si se estuvieran reviviendo de nuevo. En tardes suavemente soleadas, de inmaculados almendros en flor, cuyo aroma mezclado con los de tomillo y espliego, inundan de nostalgia los momentos felizmente vividos, donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.

domingo, 14 de junio de 2015

Los puestos de golosinas


Estampas en blanco y negro inundan mis recuerdos salpicados de los atractivos colores  de caramelos  y golosinas. 

Los domingos por la mañana y los días de fiesta,  los "puestos", acudían -curiosamente- todos desde el "Vallejuelo", hasta la plaza. Subían empujados ávidamente por sus dueñas "la tía Pacita", "la tía Juliana la de los dulces", "la tía Gregoria" y aunque menos asidua también "la tía Francisca la Cagueta" y se colocaban estratégicamente, cada uno, en su sitio de costumbre. Algunas veces también los podíamos encontrar en la "Plazuela del Marquesito".

El momento álgido era a la hora de la salida de misa de doce, donde todos los chiquillos acudíamos en tropel, con las pocas pesetas, a veces perragordas y perrachicas, o los reales de los que tenían un agujerito en medio, rodeando el puesto, que se convertía en el paraíso y la delicia de todos. 

Allí se disponían, con verdadera maestría, un surtido de todas las golosinas de la época: "regalís" del rojo y del negro, por una peseta te daban dos, también podías comprar uno por cincuenta céntimos. Gominolas, diez una peseta. "Chupachús" de fresa, limón o naranja. Piruletas, por supuesto a peseta. Caramelos de varios sabores. "Sacis" que sobre todo solían comprar los abuelos para la tos. "Pirulís" de caramelo, de los que gustaba chupar hasta dejarlo afilado como la punta de un lapicero. Los olorosos y sabrosos chicles "Bazoka", los "Cheiw junior", los "Niña" que incluían estampita,   los "Palotes", los anisitos, las cajitas de jalea. Bolsitas de "kikos", de palomitas, de pipas, aunque éstas también las vendían sueltas con sal y sin sal, por una peseta un cucurucho grande, por cincuenta céntimos uno más pequeño, la medida solía ser un vasito de los de "yogurt" de antes. 

Alrededor del puesto  también colgaban  algunos pequeños juguetes. Pelotas de plástico de distintos colores con una goma que se ponía en el dedo corazón para pode estirar y recoger con la mano. Pequeños tambores y trompetas, pistolas y escopetas de juguete, bolsitas de indios y vaqueros de plástico, pequeños bolsitos de colgar al hombro para las niñas, pulseras y collares de cuentas de colores, preciosos y brillantes molinillos de viento. "Yo-yos", globos, canicas, pistones...

Especial recuerdo el del "tío Jaro el Moco", al que siempre recuerdo junto a un puesto más pequeño, que subía todos los días, incluso los de lluvia, hasta la plaza,  desde su casa que estaba por el puente. Traqueteando porque cojeaba de una pierna, y aunque era conocido por este apelativo, que supongo no le gustaba mucho, su verdadero nombre, que seguro la mayoría  desconocen, era Alberto.
                                                          
Sé que existieron otros que también hicieron las delicias de niños anteriores a los de mi generación, como fueron los de la "tía Angelita", la "tía Jesusa" con su especialidad en pínsoles, cañamones y chufas y la "tía Hípolita" con sus llamativos y alegres colores y donde los niños  degustaban los primeros vasos de "gaseosa de sabores".

Gratas y entrañables imágenes nostálgicas de la infancia que se desempolvan  para brillar nítidas y resplandecientes  en el recuerdo,  donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.