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martes, 31 de mayo de 2016

Los recuerdos viajan en tren


Hubo un tiempo en que los sueños viajaban en vagones de tren, donde todo era posible y donde un  trayecto por muy corto que fuera podía suponer toda una experiencia.

El día que alguien, por el motivo que fuera, decidía  emprender un viaje en tren, éste comenzaba en la plaza del pueblo. Allí a una hora determinada esperaba una furgoneta para llevar a los pasajeros hasta la estación. Primero una "dekauve" de color verde  y luego otra más nueva de color naranja y blanco. No importaba la cantidad de gente, todos cabían en la furgoneta, sentados, de pie o agachados, y si había que hacer más viajes, pues se hacían...

La estación se divisaba a lo lejos entre el paseo de árboles que arropaban la carretera. Por las ventanillas se veía a algunas personas con bolsos o maletas en la mano que habían decidido hacer el trayecto caminando, alguno también lo hacía en bicicleta.

Tras pagar el transporte hasta la estación, lo primero era dirigirse a la ventanilla para coger el billete. Según entrabas a mano derecha una báscula de pie junto a cajas amontonadas y unos bancos de madera te daban la bienvenida. Por una pequeña ventanilla se despachaban los billetes. Después a esperar la llegada del tren sentados en los bancos o inspeccionando los alrededores... el pequeño jardín de la estación siempre llamaba su atención por lo particular y coqueto.

La bajada de barreras del cruce cercano anunciaba con antelación que el tren ya estaba próximo.

Por fin, si te asomabas un poco a las vías, tras una curva poco pronunciada, la locomotora avanzaba a una velocidad cada vez más reducida hasta su parada justo en la estación.

Según la hora y de donde procedían, pasaban  distintos trenes.  Los había con vagones que tenían  departamentos acristalados, donde los asientos se disponían unos enfrente de otros y los bultos, bolsos y maletas se depositaban sobre  unos estantes por encima de las cabezas. Otros trenes tenían vagones  con filas de asientos  unos detrás de otros.

Cuando la  gente ya estaba  instalada y  el tren se ponía en  marcha,  un señor entraba por la puerta que comunicaba un vagón con otro  con una bolsa de caramelos en la mano:

-Un caramelito, guapa.
-Tenga usted señora.
-Buen viaje tenga usted.

De la bolsa sacaba puñados de caramelos que repartía a unos y otros. Se agradecía la simpatía y el entusiasmo que derrochaba. Su comentario preferido cada vez que veía un grupo de gente joven:

-Juventud, ¡divino tesoro!.

Casi todo el mundo desenvolvía su caramelo y comenzaba a saborearlo, mientras con el traquetear  del tren la mirada  por la ventanilla  se perdía a lo lejos  entre viñedos y olivares.

Al rato el señor hacía de nuevo su aparición, ahora con unas papeletas en la mano que vendía  para la rifa de una gran bolsa de caramelos entre todos los viajeros.  Amablemente la mayoría contribuían comprando un número.

Al cabo de un tiempo y antes de terminar el trayecto volvía a pasar con el número premiado:

-Otra vez será, ¡el premio ha salido ya!
-Qué tengan ustedes muy buen día.

Una vez en el destino cada uno cogía su equipaje y se disponía a sus asuntos. Mientras tanto un recuerdo inolvidable quedaría para siempre marcado en nuestra mente, donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía que alguna vez fue realidad.







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