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miércoles, 9 de marzo de 2016

Con acento villarrubiero


Amaneció pronto ese día. Madrugó más  que de costumbre para demostrar a su padre que no era un bigardo ni estaba hecho un sobabancas. Estaba harto de oír decir que parecía un tortasol.

Se cambió la muda, se ató las agujetas  y se embocó el almuerzo lo más rápido que pudo. Cogió el hato y salió por la puerta.

Los chorrigueros escarchados eran la muestra de que la noche había sido muy fría.  Era temprano, aún así unos chiquitos ya estaban dando patadas a un pelotón, catapacios en mano y los calcetines comidos. Algunos tenían las rodillas solladas  y otros  costras ya resecas. Por un acto reflejo torció el pescuezo tan rápido que el pelotón no le dio en el cocote de milagro. Encorajinado lo pescó y lo emburrió de una fuerte patada al tejado de en ca la tía María. Los chiquitos se apresuraron al lanzamiento de cantazos y boleros contra él, pero no le atinaron.

Prosiguió su camino, retorció la esquina de la iglesia y un fuerte viento le terminó de espabilar despeluznándole todo el pelo. Con una mano se tapó el resuello, ¡pachasco fuera a coger un zurupio!. Los corremundos  rodaban de un lado a otro y se amontonaban en una esquina. Un chucho esmirriado se le acercó. -Tuuuusooo, exclamó, y el perro corrió como alma que lleva el diablo.

Se encontró con un amigo. -¡Ta! ¿ande vas?,  le preguntó. Sin dar muchas explicaciones apresuró el paso, no fuera a llegar tarde. Cogió el camino de las arrevueltas. Cuando llegó ya había algunos, arrecios  por el frío,  echando sarmientos a la lumbre, junto a un chimonete de cantos.

Tendieron los lenzones bajo las olivas y comenzaron a varear. No era tan difícil, sacudía con energía y ganas. Tras un rato las manos empezaron a escocerle produciéndole rojeces que luego se convertirían en vejías. Después una a una a recoger todas las aceitunas que habían caído al suelo fuera del lenzón, con los dedos tan engarrotados por el frío, que no podía ni hacer con ellos el huevo.

La tarea se volvió monótona y según iba avanzando el día unos tímidos rayos de sol se dejaron entrelucir sobre las ramas de los árboles.

Poco a poco el ajetreo del duro trabajo hizo que entrara en calor. Tan fuerte atizaba una y otra vez,  que tarazó una de las varas.

Al medio día un descanso para comer. Cada uno sacó del talego y de la merendera el avio que las madres o mujeres les habían preparado. Él, hambriento por el esfuerzo, se lo zampó todo muy rápido.

-¡Ta, muchacho, qué avariento!, anda límpiate esas berreas, dijo un compañero.
-¡Ta, si se lo ha echao a rodar!, dijo otro.
-¡Ta, échale pisto frío!, añadió un tercero.

Y todos comenzaron a reír. Uno de ellos cogió una ramita y empezó a escamondarse los dientes mientras reía y reía.

Se reanudó la tarea y cuando el sol empezó a descender recogieron el hato.

Una vez en casa satisfecho por el trabajo, se empoltronó en un lado de la banca, cerró los ojos y se juró a sí mismo que su vida a partir de entonces cambiaría de sino.

Después pasaría el tiempo y recordaría este episodio con una sonrisa en los labios y su mujer le preguntaría de qué te ríes. Él cerraría los ojos, recostado en el cómodo sofá de su casa, evocando episodios de su niñez.

Las palabras agazapadas en un rincón, jugaban revoltosas dibujando historias. Significados y expresiones que volvían a cobrar sentido cada vez que  visitaba su pueblo. Allí donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.