Las clases de los mayores ponían un Belén con figuritas que cada uno llevaba de su casa. Unos aportaban pastorcillos, otros los Reyes con sus camellos, otros San José y la Virgen sobre una mula en su huída de Egipto... Lo más curiosos era hacer el portal y las montañas, para lo cual se iba a las herrerías a por trozos de escoria que después se decoraban con harina por encima para que pareciera nevado.
Los últimos días de clase y del año, se escapaban veloces entre palmas y panderetas. Ensayábamos villancicos que luego íbamos cantando de clase en clase. Colocados todos los niños en la pared del encerado, protagonizábamos cánticos navideños que después quedarían para siempre resonando en nuestra memoria.
El día que nos daban las vacaciones, aún antes de levantarnos de la cama, ya sabíamos que era un día súper especial. Íbamos algo más tarde a la escuela y un cántico característico pero inconfundible acompañaba el desayuno. El cántico repetitivo se extendería a lo largo de toda la mañana pues casi siempre coincidía el día de la lotería con nuestro día de vacaciones de Navidad.
No llevábamos ni libros, ni cuadernos, tan solo la pandereta y algunos polvorones y mazapanes para celebrarlo.
La escuela ese día adquiría un aire distinto. Cambiábamos las meses y las sillas de lugar y colocábamos en ellas no cuadernos, libros y estuches, sino todos los dulces y productos navideños para celebrar una fiesta. Algunos apenas podían vocalizar, por los polvorones que engullían enteros. Risas y más risas. Sonidos unas veces acompasados, otras no, de las panderetas aporreadas con la palma de la mano mil y una veces, algunos con el dedo corazón impregnado de saliva conseguían un sonido más especial y armonioso.
Por las tardes solíamos quedar con las amigas para ir por las calles a pedir el aguinaldo. Abrigadas las niñas con pañueletas o gorros en la cabeza, con bufandas hechas por nuestras madres o abuelas, coreábamos los típicos villancicos a las puertas de las casas.
Al final terminábamos siempre en la plazuela de los mártires cantando al Belén que allí se instalaba. En una choza hecha de cañas y juncos contemplábamos embelesados a la Virgen María y a San José, y al Niño desnudo en su cunita de paja. Aunque tal vez lo que siempre nos llamaba más la atención eran el buey y la mulita. Con gran destreza y atino, lo que más nos gustaba era intentar echar una moneda al caldero que se encontraba sobre unas luces rojas disimuladas entre troncos de madera que simulaban las ascuas del fuego.
Recuerdos con olor a Navidad, con sonidos inconfundibles, con destellos brillantes que como un sueño iluminan por estas fechas sentimientos nostálgicos de nuestra infancia donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.
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