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domingo, 31 de enero de 2016

Cuando llegaba la Navidad



La Navidad empezaba en la escuela. No había escaparates, ni  publicidad que la anticipara. Las semanas próximas a las vacaciones adornábamos las clases con motivos navideños. Encima de la pizarra sujetábamos con chinchetas tiras de colores plateados,  con grandes bolas colgando donde aumentadas y distorsionadas se  reflejaban las caritas ilusionadas de todos los niños. En las paredes pegábamos siluetas de belenes hechos en cartulina. Con las tiras  formábamos figuras de campanas y estrellas que centelleaban brillantes cuando el sol entraba por los largos ventanales que daban en dirección a la estación y por los que observábamos las ramas desnudas de los árboles del patio, donde los pájaros, huecas sus plumas por el frío,  revoloteaban en un juego de saltitos y aleteos.

Las clases de los mayores ponían un Belén con figuritas que cada uno llevaba de su casa. Unos aportaban pastorcillos, otros los Reyes con sus camellos, otros San José y la Virgen sobre una mula en su huída de Egipto... Lo más curiosos era hacer el portal y las montañas, para lo cual se iba a las herrerías a por trozos de escoria que después se decoraban con harina por encima para que pareciera nevado.

Los últimos días de clase y del año,  se escapaban veloces entre  palmas y panderetas. Ensayábamos villancicos que luego íbamos cantando de clase en clase. Colocados todos los niños en la pared del encerado, protagonizábamos cánticos navideños que después quedarían para siempre resonando en nuestra memoria.

El día que nos daban las vacaciones, aún antes de levantarnos de la cama, ya sabíamos que era un día súper especial. Íbamos algo más tarde a la escuela y un cántico característico pero inconfundible acompañaba el desayuno. El cántico repetitivo se extendería a lo largo de toda la mañana pues casi siempre coincidía el día de la lotería con nuestro día de vacaciones de Navidad. 

No llevábamos ni libros, ni cuadernos, tan solo la pandereta y algunos polvorones y mazapanes para celebrarlo.

La escuela ese día adquiría un aire distinto. Cambiábamos las meses y las sillas de lugar y colocábamos en ellas no cuadernos, libros y estuches, sino todos los dulces y productos navideños para celebrar una fiesta. Algunos apenas podían vocalizar, por los polvorones que  engullían enteros.  Risas y más risas. Sonidos unas veces acompasados, otras no,  de las panderetas aporreadas con la palma de la mano mil y una veces, algunos con el dedo corazón impregnado de saliva conseguían un sonido más especial y armonioso. 

Por las tardes solíamos quedar con las amigas para ir por las calles a pedir el aguinaldo. Abrigadas las niñas con pañueletas o gorros en la cabeza, con bufandas hechas por nuestras madres o abuelas, coreábamos los típicos villancicos a las puertas de las casas. 

Al final terminábamos siempre en la plazuela de los mártires cantando al Belén que allí se instalaba. En una choza hecha de cañas y juncos contemplábamos embelesados a la Virgen María y a San José,  y al Niño desnudo en su cunita de paja. Aunque tal vez lo que siempre nos llamaba más la atención  eran el buey y la mulita. Con gran destreza y atino, lo que más nos gustaba era intentar echar una moneda al caldero que se encontraba sobre  unas luces rojas disimuladas entre troncos de madera que simulaban las ascuas del fuego.

Recuerdos con olor a Navidad, con sonidos inconfundibles, con destellos brillantes que como un sueño iluminan por estas fechas sentimientos nostálgicos de nuestra infancia donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.





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