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lunes, 27 de julio de 2015

Un pinchacito de nada


Oigo pasos. Parece que se aproximan a la puerta. No, se alejan de nuevo. Un ir y venir de un lado a otro. Silenciosos, como en un susurro, y este dichoso olor que todo lo embriaga.

Olor a desinfectante, a alcohol, a medicina, a inyecciones...

El pánico me corre por todo el cuerpo y se centra sobre todo en la boca del estómago  produciéndome un inquietante desasosiego. Sentada junto a mi madre en uno de los bancos de madera, ella trata de tranquilizarme.

Observo de nuevo  la puerta tras la cual me espera el suplicio al que irremediablemente tengo que enfrentarme. Miro alrededor, trato de distraerme. Todo es de un  inmaculado color blanco crema. Los bancos alrededor de la sala donde estamos sentadas, los radiadores de hierro fundido junto a la pared, la puerta de la calle con sus cristales biselados, el zócalo hasta media altura de las paredes...


Me levanto nerviosa y me pongo a observar los cuadros que decoran la estancia. Mejor hubiera sido permanecer sentada. Una de las láminas representa lo que parece una lección de anatomía, donde un hombre señala a otros que lo observan el brazo abierto con todas las venas al aire de un hombre que por el aspecto y color parece muerto. En otro una madre agonizante en una cama rodeada de médicos y familiares compungidos y con cara de sufrimiento. Mi madre para distraerme me dice que mire este otro a ver si encuentro la fotografía  del señor practicante, entre numerosas caras en el cuadro de su graduación. Miro detenidamente una a una hasta que lo encuentro en la tercera fila,  además no es difícil su nombre figura al pie de la foto.

La puerta de la calle se abre, una mujer pasa y se sienta a nuestro lado. Su conversación me distrae un rato, aunque mi mirada se clava en el manillar de la puerta de la entrada a la consulta,  muy despacio parece que se mueve.

Ahora sí, los pasos son más cercanos y una voz se oye claramente al mismo tiempo que se abre la puerta y tras ella un hombre con bata blanca pronuncia "el siguiente".

El olor a desinfectante es más intenso aún. De reojo miro una mesita donde están  todos los utensilios donde se prepara la inyección, junto con un recipiente con un líquido en constante ebullición donde se esterilizan las agujas. Amablemente el practicante conversa con mi madre y me dirige una apacible mirada, sin embargo yo no dejo de mirar entre la curiosidad y el pánico el instrumental que hábilmente él maneja.

Sin remedio ante lo inevitable intento convencer a mi madre de que no quiero que me ponga la inyección. Empiezo a llorar desconsoladamente y ante la tensión  pongo el moflete del culo lo más duro que puedo. El practicante comenta que me tranquilice o se podrá romper la aguja. No contaba con  este nuevo imprevisto, imagino que la cosa puede ir a peor. Suspiro profundamente, noto el algodón frío impregnado en alcohol, una palmadita y ya está... Ves, solo es un pinchacito de nada.

Como premio me deja que me lleve el envase de la inyección y el frasquito con el tapón de goma agujereado.

Mi mirada ya tranquilizada y serena se cruza con la angustiosa y compungida de otro niño que de la mano de su madre se dispone a entrar en la consulta, mientras le dice ¡ves que "chiquita" tan valiente!

Respiro el aire limpio y frío de la calle, me siento orgullosa de haber superado este pequeño trance, preludio de tantos otros que me esperarán a lo largo de la vida, donde la imaginación juega con la memoria en una fantasía, que alguna vez, fue realidad.
   

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